sábado, 30 de junio de 2012

EL TERMÓMETRO EN LAS ALAS DE LOS INSECTOS



Autor: Carlos de Hita



Hay algunas, pequeñas percepciones que me dan una viva idea del verano. El canto de las cigarras, en un alcornocal o en un pinar (más en un alcornocal que en un pinar) a las once de la mañana (hora vieja), en un día seco, crepitante, bajo un cielo inmenso y vacío, es una de ellas.

 Otra es oír, en una habitación en penumbra, a las tres de la tarde, con tiempo húmedo y bochornoso, volar una mosca. 

Ha de ser una sola. Si hay más, la sensación de verano se convierte en franca incomodidad. El volátil, además, ha de planear por el aire gris oscuro de una manera un tanto sonambúlica, como si la atmósfera fuera muy densa. 

Otra sensación es, a las cuatro de la tarde (siempre de la hora vieja), dejar que el oído se pierda en el zumbido de las abejas. Las abejas chupan entonces las flores secas, intensamente perfumadas,  del romero y del tomillo, y no sé qué es más veraniego: este perfume, casi áspero, o el zumbido del insecto que desfibra el oído y pone, en el rumor, un  vaho dorado. 

También es muy veraniego, en las noches de cielo borroso, de una luz que parece coagulada, ver revolotear los moscardones alrededor de una bombilla eléctrica colgada en una calle remota de un pueblo cualquiera, de un pueblo de mar perezoso, pastoso y dormido.
Josep Pla, Julio, las cigarras

De sangre fría, les llamamos. Aunque su vida transcurre al calor del sol, cuando la temperatura corporal sube y por campos y bosques ondulan las sinfonías de los insectos.

No puede haber música con orígenes más humildes: cientos, miles de pequeños instrumentistas que a base de rascar élitros, zumbar con las alas o hacer chascar unos tímbalos en cajas de resonancia, llenan los paisajes luminosos de verano, pero también las noches oscuras, de zumbidos y estridencias.
En esta dispersa cuadrilla no hay director, pero todos, más o menos, tañen su instrumento siguiendo un dictado, el de la temperatura que templa su sangre y activa sus movimientos.

Quizá no sea mucho exagerar decir que la intensidad del concierto de los insectos es como la escala de un termómetro vital.
14ºC. En la alta noche, una hora antes de que el cielo empiece a grisear hacia el este, el silencio es transparente.

No se mueve una brizna de aire, todo esta quieto, dormido. Sólo un grillo, oculto entre las hierbas, sacude los élitros y, de repente, el campo vacío se convierte en un espacio doméstico, familiar.


19ºC. Hacia las siete de la mañana, ya de día en una arboleda. Todavía hace demasiado fresco, pero hay algunos dípteros zumbando sobre el suelo, algunos ortópteros sacudiendo su rascador. Por la atmósfera fría los sonidos se propagan con nitidez, separados, reconocibles.
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Imagen: Una libélula posada en un micrófono. | Carlos de Hita.


27ºC. A media mañana el día se anuncia caluroso. La hierba del suelo ya es de los saltamontes y grillos de matorral. En los arbustos, algunos cicádidos sueltan breves frases. En las copas de los árboles hay serias estridencias, y por todas partes, arriba y abajo, sobre nuestras cabezas zumban y bordonean moscas, moscardones y abejorros.

35ºC. A medio día, bajo un sol de plomo. Todo el espacio sonoro está ocupado por los insectos; no hay un hueco en el que no se oigan un revoloteo, una estridulación. El sonido es como una nube áspera, con aristas quebradas y chirridos obsesivos. Del suelo sube un vaho sofocante en el que vuelan, a sus anchas, las abejas recolectoras

38ºC. Y eso a la sombra. Hacia las cuatro de la tarde la temperatura se estabiliza, pero el campo está tan agotado, tan agostado y reseco, que el clamor de los insectos se redobla. Por el aire achicharrado se propaga la llamada en dientes de sierra de las chicharras, un sonido que contiene todos los calores.

27ºC. Cae la tarde. El verano aprieta pero no ahoga. Muchos de los que prosperan al calor del sol se retiran y  toman el relevo sonsonetes más dulces, sin tanta estridencia. Los grillos templan sus élitros. Pasa de largo el zumbido de celofán de una libélula. La temperatura baja deprisa, y por cada grado  que cae un insecto nuevo despierta. El concierto entra en una fase de crescendo sostenido.

19ºC. La noche va a ser corta. Todo parece tranquilo sobre la melopea de un campo de grillos, de la que destaca un zumbido cascado y una figura imposible. Como un transformer, uno de esos muñecos convertibles, se acerca un ciervo volante. Entre las sombras resulta difícil reconocer la forma del más pesado de los escarabajos, con el largo cuerpo colgando, las tapas de los élitros levantadas como el capó de un coche y unas alas que apenas pueden sostener el vuelo. 

Fuente: http://www.blogger.com/blogger.g?blogID=7518026587602755219#editor/target=post;postID=6171711595153828400
El calor a todas Horas
El Sonido de la Naturaleza, Elmundo.es

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