miércoles, 5 de agosto de 2009

La malograda transgresión del acúfeno






Para Papá

“Acúfeno” es la versión en lengua romance de un zumbido persistente en lo más dentro del oído. Decimos acúfeno en español y portugués, acufene en italiano, acouphène en francés. Ya por su nombre comienza el acúfeno a mostrar una temprana rebeldía de tintes etimológicos: la palabra no deriva del latín, como se prevería, sino del griego[1]. Contrástese con otras muchas otras geografías, como las germánicas, las anglosajonas o las escandinavas, donde curiosamente sí se ha optado por una palabra latina para conjurar ese pitido: tinnitus[2]. Pero, de nuevo, no en las lenguas romances. Extraño.

Sin entrar en especificaciones técnicas, acordemos que toda enfermedad obstaculiza –o incluso impide– el flujo normal de la vida. Por lo general, es cierto, aprehendemos las enfermedades por la mata, lo que equivale a decir por sus síntomas: esta erupción orográfica, aquel dolor casi planetario, una función dislocada... Y la nueva disposición somática altera, por aquí o por allá, nuestra cotidianeidad. Debemos resignarnos, mal que nos pese, mientras dure. Un resfriado, una lesión deportiva o un contagio infeccioso pueden bastar para disculparnos en la oficina o para escamotearnos el humor. Como también el insomnio.

Proust observaba cómo, durante el insomnio, todas las alertas vitales se encienden y cobran una sensibilidad delicadísima. La noche gusta de ocultar crímenes y pasiones, pero es también hábil en la paradoja de develar lo que obscurece el sol diurno. Si el insomne padece acúfenos –como rumoran de Miguel Ángel, Lutero, Rousseau, Darwin y van Gogh–, entonces lo que escuchará son los ruidos asombrosos que el sol eclipsa: el moverse mismo de los engranajes del oído: el sedoso golpeteo del martillo sobre el yunque, el chirriar lubricado del estribo, el pulso ínfimo de la sangre por las arterias, los diminutos espasmos musculares, el estira y afloja de los tendones minúsculos, o el vaivén de los pelitos internos. Asistimos entonces a la singularidad de un oxímoron real: si toda patología tiende a alterar el ejercicio de la vida normal, los ruidos de la cotidianeidad disipan, por el contrario, los acúfenos. Sólo el silencio de la noche puede desenmascararlos. Pero, como paga, la noche sacrifica su mudez, y la enfermedad la convierte en ruido y tortura lunar: pérdida completa de la quietud y la paz. Deterioro paulatino, molesto, cansino de la salud. Es el insomnio con sus huestes y vasallos que claman y gritan por sus fueros arrebatados. Es el siseo súcubo de la serpiente, eco sísmico de los rugidos y los remordimientos nocturnos. La ardua labor de conciliar el sueño. Irrumpe entonces la urgencia de examinarse. ¿Silencio interior? Imposible.

Ese silencio interior –cifra y blasón de mejora moral, espiritual–, tan anhelado por Enrique González Martínez en Te engañas, no has vivido:

Y callar... mas tan hondo, con tan profunda calma,
que absorto en la infinita soledad de ti mismo,
no escuches sino el vasto silencio de tu alma.

contrasta con la dupla ruido-modernidad o, si se prefiere, ruido-progreso, que Álvaro de Campos consagrara en su Oda triunfal:

Tengo secos los labios, ¡oh grandes ruidos modernos!,
de oíros demasiado cerca,
y me arde la cabeza de querer cantaros con el exceso
de expresión de todas mis sensaciones,
con un exceso contemporáneo de vosotras, ¡oh máquinas!

Décadas más tarde, estos ¡oh grandes ruidos modernos! se han desclasado a contaminación de paupérrima ralea. Ya malacostumbrados, se enseña a los niños urbanos a “escuchar el silencio”. En un valle o una montaña, el niño deberá callar y concentrarse hasta percibir los sonidos más quebradizos que el silencio le ofrece. El vasto silencio de tu alma. El niño escucha el zurear de una paloma muerta, el crascitar de un cuervo que se perdió ya entre las copas altas de los pinos, el ululato apenas perceptible de la brisa que no se atreve a ser viento. El vasto silencio de tu alma. Tristemente, este esfuerzo es siempre fallido. La paloma, el cuervo y la brisa se confabulan para susurrarle al alma, desnuda en su desierto interior, algo. Cualquier cosa.

Pitágoras lo coligió más o menos así: si todo movimiento genera ruido, y si llamamos “música” al “ruido” comprensible según ciertos patrones matemáticos, hemos entonces de suponer que el movimiento de los astros, sujeto también al rigor matemático, engendra música. Dichos acordes celestiales escapan empero a nuestra fisiología limitada. El oído puede (con)centrarse en un sonido y discriminar los demás. Sólo el acúfeno magnifica los sonidos de la naturaleza que escapan al oído sano. He ahí su encanto, he ahí su rebeldía.

Nueva transgresión del orden natural y acostumbrado. Éramos felices porque el ruido de nuestra cotidianeidad obnubilaba el acúfeno enfermo hasta ocultar su existencia, mientras la noche sutil no nos lo devolviera. ¡Pero... desgraciada ciencia! Han descubierto que el estrés –esa otra calamidad tan nuestra– puede disparar ese bendito y malhadado zumbido noctámbulo. Esta revelación médica es cruenta, nos desgarra. El ruidillo no significa haber escapado ya del trajinar, ni que el seno de la noche nos haya acogido. Es su patética prolongación, un apéndice invasor, los coletazos del día que, ¡malditos!, violan el reposo y el sueño, y se infiltran hasta el cerebro a través de los mismos oídos. El hermano mayor del insomnio.

Berlín. Junio, 2008.

- Enrique G de la G
fuente: tomado del blog: http://www.letraslibres.com

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